En una gasolinera con poca luz, justo a la salida 23, Marcus Thompson estaba a punto de descubrir que los ángeles no siempre tienen alas; a veces conducen SUVs negros y visten ropa de los Lakers. Pero él aún no lo sabía.
Lo único que sabía en ese momento era que su tanque de gasolina estaba vacío, su billetera casi sin dinero, y que su hija de 8 años, Sophie, dormía en el asiento trasero, todavía con el uniforme de baloncesto de un partido al que no pudo jugar.
No tenía forma de saber que, en los siguientes minutos, un encuentro inesperado cambiaría todo. Que a veces la esperanza llega con un rostro familiar y un anillo de campeonato. Que, a veces, las mejores asistencias suceden fuera de la cancha.
Para entender cómo LeBron James terminó en esa gasolinera en aquella fría noche de noviembre, y por qué lo que ocurrió después cambiaría no solo la vida de una familia, sino la de toda una comunidad, hay que empezar con el momento en que Marcus vio la aguja del medidor de gasolina llegar a cero… y sintió que su mundo hacía lo mismo.
El zumbido constante de las luces de la gasolinera acompañaba a dos padres—uno famoso, el otro no—mientras se miraban en medio de la fría noche.
Marcus tragó saliva, sintiendo una oleada de emociones que lo abrumaban. No estaba acostumbrado a recibir ayuda, y mucho menos de alguien como LeBron James. Pero en ese momento, con su hija dormida en el auto y la realidad de su lucha diaria pesando sobre él, comprendió que aceptar esa ayuda no era un signo de debilidad, sino de amor.
Con un nudo en la garganta, extendió la mano y estrechó la de LeBron. “Gracias… de verdad, gracias.”
LeBron le sonrió. “Haz lo mismo por alguien más cuando puedas. Eso es lo único que pido.”
Marcus asintió, sintiendo cómo un nuevo capítulo en su vida comenzaba a escribirse en ese estacionamiento. No era solo el dinero, ni el tanque de gasolina lleno, ni siquiera el nuevo trabajo. Era el hecho de que, por primera vez en mucho tiempo, no se sentía solo en la lucha.
Mientras se alejaba de la gasolinera, echó un vistazo al espejo retrovisor. Sophie seguía dormida, ajena a lo que acababa de ocurrir. Pronto despertaría, y él le contaría lo sucedido. Pero por ahora, mientras el motor del auto rugía con nueva vida y las luces de la ciudad parpadeaban en la distancia, Marcus sonrió para sí mismo.
Por primera vez en mucho tiempo, sintió algo más fuerte que la preocupación.
Esperanza.