Todo comenzó como una visita simple y sin previo aviso. Michael Jordan, de regreso en su ciudad natal en Carolina del Norte para pasar un fin de semana tranquilo, decidió visitar su antigua preparatoria—el lugar donde comenzó su legendaria carrera en el baloncesto. No había pisado esos pasillos en décadas. Lo que no esperaba era encontrarse con un rostro familiar.
En un pasillo tenuemente iluminado, empujando un trapeador, estaba don Clarence Wilkins, el conserje de la escuela que había trabajado ahí desde que Michael era adolescente. Ahora con 80 años, Clarence se movía más despacio, pero seguía con la misma sonrisa cálida y su chaqueta de trabajo remendada.
Michael se detuvo en seco.
—¿Aún sigues aquí? —preguntó, con los ojos muy abiertos.
Clarence se rió. —Alguien tiene que mantener limpios estos pisos.
Pero detrás del humor, Michael notó algo más profundo—tal vez orgullo, tal vez necesidad. Los dos se sentaron en las gradas del gimnasio durante casi una hora, recordando viejos tiempos. Clarence le había permitido a Michael quedarse practicando después de clases. Incluso le había remendado los tenis cuando su familia no podía pagar unos nuevos. “Tú me ayudaste a seguir cuando nadie creía en mí”, le confesó Jordan.
Al día siguiente, ocurrió algo que nadie esperaba.
Una limusina se detuvo frente a la pequeña casa de Clarence. Un abogado tocó la puerta y le entregó una carpeta. Dentro había una carta de Michael Jordan—y una escritura. Michael le había comprado una casa nueva, completamente amueblada, y le abrió un fondo de retiro para que nunca más tuviera que trabajar.
Todo el pueblo quedó en shock. La escuela publicó un comunicado. Los estudiantes hicieron carteles de homenaje. ¿Y Clarence? Lloró en su porche, susurrando: “Él nunca se olvidó de mí”.
En un mundo de canastas espectaculares y contratos millonarios, no fue una clavada ni un nuevo modelo de tenis lo que conmovió al mundo—fue el acto silencioso de lealtad de Michael Jordan hacia un hombre que trapeaba el gimnasio mientras él perseguía sus sueños.
