En un lujoso restaurante en el corazón de la Ciudad de México, Maria Asuncion Aramburuzabala, la mujer más poderosa del país, disfrutaba de una cena de negocios. Justo cuando se levantaba para irse, una voz tímida la llamó desde atrás:
“Maria… ¿eres tú?”
Maria se giró y vio un rostro familiar, aunque marcado por el tiempo. Era Elena, su mejor amiga de la infancia, aquella con quien compartió risas y sueños en su juventud. Pero ahora, su aspecto era diferente: vestía ropa sencilla, su mirada reflejaba cansancio y sus manos mostraban signos de años de trabajo duro.
Maria se quedó en silencio un instante, sorprendida, pero rápidamente esbozó una cálida sonrisa.
“¡Elena! ¿De verdad eres tú?” – exclamó, acercándose y tomando sus manos con cariño.
Elena, algo avergonzada, bajó la mirada. “No pensé que aún me recordaras…”
Maria apretó con más fuerza sus manos. “¿Cómo podría olvidarte? Compartimos tantos momentos juntas.”
Elena le contó sobre su vida: cómo su familia enfrentó dificultades, cómo tuvo que abandonar sus estudios para trabajar y cuidar de sus padres y sus hijos. Mientras tanto, Maria se había convertido en una empresaria de éxito, con una fortuna inimaginable. Sus caminos habían tomado direcciones muy distintas, pero la amistad que una vez las unió seguía intacta.
Sin dudarlo, Maria la invitó a sentarse, pidió una cena para ambas y escuchó atentamente cada palabra de su amiga. No con lástima, sino con sinceridad y afecto. Al finalizar la noche, tomó la mano de Elena y la miró con determinación.
“Nos perdimos durante 20 años. Pero esta vez, no dejaré que eso vuelva a suceder.”
Días después, Elena recibió una llamada inesperada. Era una oferta de trabajo de Maria: una oportunidad para empezar de nuevo y mejorar su vida. Maria no quería darle limosna, sino ayudarla a recuperar su camino con dignidad y esfuerzo.
Porque, más allá de la riqueza o la pobreza, una verdadera amistad nunca se pierde.